ORACIONES DEL CRISTIANISMO MÍSTICO

martes, 19 de mayo de 2015

El Espiritualismo Ético, la ley eterna y los actos morales buenos y malos. (I)

Una de las funciones más importantes de la ética es juzgar la rectitud de las acciones, de tal manera que sea posible discriminar diáfanamente entre los actos humanos buenos y los actos humanos malos. El criterio o instrumento universalmente válido para medir objetivamente la rectitud moral de una acción, es su capacidad de perfeccionar la naturaleza humana. Distinguir entre aquello que perfecciona o degrada al ser humano, resulta ser sin duda alguna, un parámetro universal preciso para medir el bien moral y el mal moral. Ahora bien, hasta aquí, todo es claro y contundente. Pero de inmediato surge una duda muy razonable: ¿qué debemos entender por perfeccionamiento? O  dicho de otra manera,  ¿cuál es el verdadero perfeccionamiento universalmente válido? ¿Aquel que muchas personas  que pertenecen al gran rebaño de ovejas domesticadas considerarán que poseen, si se le increpa con la pregunta pertinente, o aquel que se fundamenta en la ley eterna?
Si la capacidad de perfeccionar al ser humano, es el criterio utilizado por la ética para determinar objetivamente la rectitud de una acción, la ley eterna es el criterio utilizado  para definir objetivamente lo que es dicho perfeccionamiento.
Dado el papel tan importante que  tiene la ley eterna en la ética, resulta imperativo conocer a fondo su contenido y sus implicaciones para el ser humano, y para tal propósito, empezaremos con algunas definiciones clásicas de dicha ley:
1) La ley que descansa en la propia razón de Dios y de la cual derivan todas las demás leyes. Santo Tomás dice que es eterna e inmutable porque a Dios le corresponde la eternidad. Dios ordena todas las acciones, tanto humanas como no humanas hacia su fin. A diferencia de Aristóteles, Santo Tomás pone el fundamento del bien en un fundamento más trascendental que la propia naturaleza: Dios.
2) “… la ley eterna no es otra cosa que la razón de la sabiduría divina en cuanto principio directivo de todo acto y todo movimiento”.
Santo Tomás, Suma Teológica I-II, cuestión 93, artículo 1    
3) “…es la razón suprema de todo, a la cual se debe obedecer siempre...”  “…es aquella en virtud de la cual es justo que todas las cosas estén perfectísimamente ordenadas” “…ninguna fuerza, ningún acontecimiento, ningún fallo de cosa alguna llegará nunca a hacer que no sea justo el que todas las cosas estén perfectísimamente ordenadas”.
San Agustín de Hipona. El libre albedrío, capítulo VI.

En su legendaria obra El Libre Albedrío, San Agustín de Hipona le explica a su discípulo Evodio, el entramado de dicha ley capital. Dice San Agustín que “…cuando la razón domina estas tendencias del alma (el amor a la alabanza y a la gloria y el deseo de dominar), entonces es cuando se dice que el hombre está perfectamente ordenado. Porque es claro que no hay buen orden, ni siquiera puede decirse que haya orden, allí donde lo más digno (la razón, la voluntad), se halla subordinado a lo menos digno…” (Capítulo VIII)
Continúa San Agustín en su diálogo con Evodio y en el mismo capítulo: “…pues cuando la razón, mente o espíritu gobierna los movimientos irracionales del alma, entonces y solo entonces, es cuando se puede decir que domina en el hombre lo que debe dominar, y domina en virtud de aquella ley que dijimos que era la ley eterna”
El capítulo IX lleva como título “LA DIFERENCIA ENTRE EL SABIO Y EL NECIO ESTÁ EN EL SEÑORÍO O ESCLAVITUD DE LA MENTE”
En relación con la anterior disyuntiva, San Agustín le presenta a Evodio en forma elocuente, el contraste entre un ser humano que ha escogido sabiamente y uno que se ha rendido al imperio de la libídine: “…cuando el hombre se encuentra perfectísimamente ordenado, es verdaderamente sabio. Su  mente tiene el mando supremo sobre la libídine”. “…yo llamo sabios a los que mediante del reinado del espíritu han conquistado la paz subyugando todas las pasiones”
Con respecto a los hombres y mujeres dominados por su personalidad egoísta (es decir, por los deleites, los apegos, los deseos y las pasiones), San Agustín hace la siguiente aseveración: “…es claro que el hombre tiene mente, aunque de hecho no tenga señorío sobre sus pasiones…sin embargo, no ejerce el principado ya que es insensato (o necio), y de sobra es sabido que el reinado de la mente no es propio sino de los sabios”
El capítulo X lleva como título “NADA OBLIGA A LA MENTE A SERVIR A LA LIBÍDINE”
En este capítulo procede Evodio a hacer una comprobación de lo que ha aprendido de su maestro: “… ya hemos visto que la humana sabiduría consiste en el señorío de la mente sobre las pasiones y que es también evidente que puede no ejercer de hecho ese señorío” (en el caso de una mente débil dominada por su personalidad egoísta).
Luego lo interpela San Agustín de la siguiente forma: “¿Crees tú que sea la libídine más poderosa que la mente, a la que sabemos que por ley eterna ha sido dado el dominio sobre todas las pasiones? Por lo que a mí toca, no lo creo de ningún modo, porque no habría orden perfectísimo allí donde lo más imperfecto dominara a lo más perfecto. Por lo cual juzgo de necesidad que la mene sea más poderosa que la codicia, y esto por el hecho mismo de que la domina con razón y justicia”
Haciendo un compendio de lo que hemos visto hasta aquí, podemos afirmar que la ley eterna es una ley sustentada y emanada de la propia razón del Poder Superior y de la cual, deriva la ley natural o ley moral. Esta última es inherente a la razón humana, porque está “impresa” en la mente de todos los hombres y mujeres. La ley eterna es justamente eterna e inmutable porque a Dios le corresponde la eternidad. La ley eterna es el principio directivo al cual debería obedecer todo acto y todo movimiento, es aquella ley en virtud de la cual, es justo e imperativo que todo acto y todo movimiento esté perfectísimamente ordenado de acuerdo con el criterio de que lo espiritual siempre debe tener prioridad y muchísima mayor trascendencia que lo material y personal. Es decir, en la escala de valor de toda persona, sus objetivos espirituales y el cumplimiento de las virtudes (fortaleza, templanza, prudencia, tolerancia) siempre deberían tener muchísimo mayor rango e importancia que sus objetivos materiales-personales (lo más perfecto prevalece y manda sobre lo más imperfecto) Y dicha jerarquía debería verse reflejada en un estilo de vida correctamente ordenado, en el que los deleites, los apegos, los deseos y las pasiones se encuentren sometidas al señorío de la mente (inegoísta) y al reinado del espíritu.

No es sino apegándose fielmente a la ley eterna, como el ser humano logrará que sus actos morales sean buenos y se encuentren perfectísimamente ordenados. Una persona con una vida perfectísimamente ordenada, es una persona sabia en la que su triada (inteligencia inegoísta, intuición o fe, voluntad clarificada espiritual) tiene el mando supremo sobre la libídine o sobre su personalidad egoísta o cuaternario (sus instintos animales, su cuerpo de emociones y su inteligencia egoísta, calculadora).