Una de las funciones
más importantes de la ética es juzgar la rectitud de las acciones, de tal
manera que sea posible discriminar diáfanamente entre los actos humanos buenos
y los actos humanos malos. El criterio o instrumento universalmente válido para
medir objetivamente la rectitud moral de una acción, es su capacidad de
perfeccionar la naturaleza humana. Distinguir entre aquello que perfecciona o
degrada al ser humano, resulta ser sin duda alguna, un parámetro universal
preciso para medir el bien moral y el mal moral. Ahora bien, hasta aquí, todo
es claro y contundente. Pero de inmediato surge una duda muy razonable: ¿qué debemos
entender por perfeccionamiento? O dicho
de otra manera, ¿cuál es el verdadero
perfeccionamiento universalmente válido? ¿Aquel que muchas personas que pertenecen al gran rebaño de ovejas
domesticadas considerarán que poseen, si se le increpa con la pregunta
pertinente, o aquel que se fundamenta en la ley eterna?
Si la capacidad de
perfeccionar al ser humano, es el criterio utilizado por la ética para
determinar objetivamente la rectitud de una acción, la ley eterna es el criterio utilizado para definir objetivamente lo que es dicho
perfeccionamiento.
Dado el papel tan
importante que tiene la ley eterna en la
ética, resulta imperativo conocer a fondo su contenido y sus implicaciones para
el ser humano, y para tal propósito, empezaremos con algunas definiciones clásicas
de dicha ley:
1) La ley que descansa
en la propia razón de Dios y de la cual derivan todas las demás leyes. Santo
Tomás dice que es eterna e inmutable porque a Dios le corresponde la eternidad.
Dios ordena todas las acciones, tanto humanas como no humanas hacia su fin. A
diferencia de Aristóteles, Santo Tomás pone el fundamento del bien en un
fundamento más trascendental que la propia naturaleza: Dios.
2) “… la ley eterna no
es otra cosa que la razón de la sabiduría divina en cuanto principio directivo
de todo acto y todo movimiento”.
Santo Tomás, Suma Teológica I-II, cuestión 93, artículo
1
3) “…es la razón
suprema de todo, a la cual se debe obedecer siempre...” “…es aquella en virtud de la cual es justo
que todas las cosas estén perfectísimamente ordenadas” “…ninguna fuerza, ningún
acontecimiento, ningún fallo de cosa alguna llegará nunca a hacer que no sea
justo el que todas las cosas estén perfectísimamente ordenadas”.
San Agustín de Hipona.
El libre albedrío, capítulo VI.
En su legendaria obra
El Libre Albedrío, San Agustín de Hipona le explica a su discípulo Evodio, el
entramado de dicha ley capital. Dice San Agustín que “…cuando la razón domina
estas tendencias del alma (el amor a la alabanza y a la gloria y el deseo de
dominar), entonces es cuando se dice que el hombre está perfectamente ordenado.
Porque es claro que no hay buen orden, ni siquiera puede decirse que haya
orden, allí donde lo más digno (la razón, la voluntad), se halla subordinado a
lo menos digno…” (Capítulo VIII)
Continúa San Agustín en
su diálogo con Evodio y en el mismo capítulo: “…pues cuando la razón, mente o
espíritu gobierna los movimientos irracionales del alma, entonces y solo
entonces, es cuando se puede decir que domina en el hombre lo que debe dominar,
y domina en virtud de aquella ley que dijimos que era la ley eterna”
El capítulo IX lleva
como título “LA DIFERENCIA ENTRE EL SABIO Y EL NECIO ESTÁ EN EL SEÑORÍO O
ESCLAVITUD DE LA MENTE”
En relación con la
anterior disyuntiva, San Agustín le presenta a Evodio en forma elocuente, el
contraste entre un ser humano que ha escogido sabiamente y uno que se ha
rendido al imperio de la libídine: “…cuando el hombre se encuentra
perfectísimamente ordenado, es verdaderamente sabio. Su mente tiene el mando supremo sobre la
libídine”. “…yo llamo sabios a los que mediante del reinado del espíritu han
conquistado la paz subyugando todas las pasiones”
Con respecto a los
hombres y mujeres dominados por su personalidad egoísta (es decir, por los
deleites, los apegos, los deseos y las pasiones), San Agustín hace la siguiente
aseveración: “…es claro que el hombre tiene mente, aunque de hecho no tenga
señorío sobre sus pasiones…sin embargo, no ejerce el principado ya que es insensato
(o necio), y de sobra es sabido que el reinado de la mente no es propio sino de
los sabios”
El capítulo X lleva
como título “NADA OBLIGA A LA MENTE A SERVIR A LA LIBÍDINE”
En este capítulo procede
Evodio a hacer una comprobación de lo que ha aprendido de su maestro: “… ya
hemos visto que la humana sabiduría consiste en el señorío de la mente sobre
las pasiones y que es también evidente que puede no ejercer de hecho ese
señorío” (en el caso de una mente débil dominada por su personalidad egoísta).
Luego lo interpela San
Agustín de la siguiente forma: “¿Crees tú que sea la libídine más poderosa que
la mente, a la que sabemos que por ley eterna ha sido dado el dominio sobre
todas las pasiones? Por lo que a mí toca, no lo creo de ningún modo, porque no
habría orden perfectísimo allí donde lo más imperfecto dominara a lo más perfecto.
Por lo cual juzgo de necesidad que la mene sea más poderosa que la codicia, y
esto por el hecho mismo de que la domina con razón y justicia”
Haciendo un compendio
de lo que hemos visto hasta aquí, podemos afirmar que la ley eterna es una ley
sustentada y emanada de la propia razón del Poder Superior y de la cual, deriva
la ley natural o ley moral. Esta última es inherente a la razón humana, porque está
“impresa” en la mente de todos los hombres y mujeres. La ley eterna es
justamente eterna e inmutable porque a Dios le corresponde la eternidad. La ley
eterna es el principio directivo al cual debería obedecer todo acto y todo
movimiento, es aquella ley en virtud de la cual, es justo e imperativo que todo
acto y todo movimiento esté perfectísimamente ordenado de acuerdo con el
criterio de que lo espiritual siempre debe tener prioridad y muchísima mayor
trascendencia que lo material y personal. Es decir, en la escala de valor de
toda persona, sus objetivos espirituales y el cumplimiento de las virtudes (fortaleza,
templanza, prudencia, tolerancia) siempre deberían tener muchísimo mayor rango e
importancia que sus objetivos materiales-personales (lo más perfecto prevalece y
manda sobre lo más imperfecto) Y dicha jerarquía debería verse reflejada en
un estilo de vida correctamente ordenado, en el que los deleites, los apegos,
los deseos y las pasiones se encuentren sometidas al señorío de la mente (inegoísta)
y al reinado del espíritu.
No es sino apegándose
fielmente a la ley eterna, como el ser humano logrará que sus actos morales
sean buenos y se encuentren perfectísimamente ordenados. Una persona con una
vida perfectísimamente ordenada, es una persona sabia en la que su triada
(inteligencia inegoísta, intuición o fe, voluntad clarificada espiritual) tiene
el mando supremo sobre la libídine o sobre su personalidad egoísta o
cuaternario (sus instintos animales, su cuerpo de emociones y su inteligencia
egoísta, calculadora).