Procede San Agustín en
el mismo capítulo XIII, a brindar la definición de cada una de las virtudes
cardinales:
“…es la prudencia el conocimiento de las cosas
que debemos apetecer y de las que debemos evitar”
“ Y la fortaleza,
¿no es acaso aquella inclinación del alma por la que despreciamos todas las
incomodidades y la pérdida de las cosas cuya posesión no depende de nuestra
voluntad?”
“ Y la templanza es aquella disposición que
modera y reprime el deseo de aquellas cosas que se apetecen torpemente…”
En relación con la
templanza, dice San Agustín que es la virtud que refrena las pasiones y agrega:
“¿Qué hay tan enemigo de la buena voluntad como la pasión desarreglada? Por
donde fácilmente comprenderás que este amante de su buena voluntad ha de
resistir y combatir las pasiones por todos los medios posibles, y que justamente, por tanto, se dice que
tiene la virtud de la templanza”
Y en relación con la
buena voluntad, le explica el gran filósofo medieval a su discípulo Evodio: “…
es dichoso el hombre amante de su buena voluntad y que ante ella desprecia todo
lo que se estima como bien, y cuya pérdida puede sobrevenir aún a pesar de la
firme voluntad de conservarlo”
“ Si, pues, amamos y
abrazamos asimismo con todo el afecto de nuestro corazón a esta nuestra buena
voluntad, y la preferimos a todas las cosas que no podemos retener con
nosotros, aunque queramos, síguese que moran en nuestra alma aquellas virtudes
en cuya posesión consiste precisamente el vivir recta y decentemente, como la
razón nos lo ha demostrado. De donde resulta que el que quiere vivir recta y
decentemente, si realmente prefiere este querer a los bienes fugaces de la
vida, conseguirá indudablemente ese tan inmenso bien…”
El capítulo XV lleva
como título “EXTENSIÓN Y SIGNIFICACIÓN DE LA LEY ETERNA Y DE LA LEY TEMPORAL”
Nos dice San Agustín
que según la Ley Eterna, la vida feliz debe atribuirse a la buena voluntad y la miserable a la mala. Además, afirma que quien
ama la Ley Eterna sobre todas las cosas, con vehemencia y con plena fidelidad,
vive rectamente y en consecuencia, vive perfectísimamente ordenado, porque está
amando un bien que es eterno e inmutable. Muy diferente es el caso de las
personas que perseverando en su mala voluntad, continúan amando las cosas
mudables y temporales en lugar de buscar la sabiduría y el perfectísimo
ordenamiento de sus vidas. Para ellas, la desdicha es su justa retribución
según la Ley Eterna.
Luego, en el mismo
capítulo XV, ante una pregunta hecha por San Agustín, Evodio le contesta:
“…aquellos a quienes el amor de las cosas eternas hace felices, viven a mi modo
de ver, según los dictados de la Ley Eterna, mientras que los infelices viven
sometidos a la ley temporal”
Luego le pregunta San
Agustín a Evodio: “¿Manda, por consiguiente, la Ley Eterna que apartemos
nuestro amor de las cosas temporales y lo convirtamos purificado a las cosas
eternas?” Y por supuesto que Evodio responde: “Lo manda”
En el capítulo XVI, que
es el último del Libro Primero de El Libre Albedrío, afirma San Agustín que
existen “…dos géneros de cosas, eternas unas y temporales otras, e igualmente
dos suertes de hombres, unos que siguen y aman las eternas y otros que siguen y
aman las temporales…” Además le explica a su discípulo Evodio, que “…el obrar
mal no consiste sino en despreciar las cosas inmutables… y en seguir por el
contrario, como cosa grande y admirable, las cosas mudables, que se gozan por
el cuerpo, parte más baja del hombre, y que nunca podemos tener como
verdaderas. A mí me parece que todas las malas acciones, es decir, todos los
pecados, pueden reducirse a esta sola categoría”
Si hacemos un compendio
de todo lo que hemos visto hasta aquí y lo incorporamos a las definiciones
iniciales de la Ley Eterna que aparecen en la primera parte, entonces nuestra
definición ampliada de dicha ley quedaría de la siguiente manera: es aquella norma sustentada en la propia
razón del Poder Superior, que nos manda amar las cosas ORDENADAMENTE, conforme
su grado de perfeccionamiento espiritual, y no preferir lo material a lo
espiritual, ni lo efímero a lo eterno, ni lo cómodo y placentero a lo virtuoso.
Una vida regida por la
buena voluntad y por el cumplimiento riguroso de la Ley Eterna, es una vida perfectísimamente
ordenada, en la que -tal y como lo vimos en la segunda parte de esta trilogía- la
mente inegoísta del individuo tiene el mando supremo sobre la libídine y además,
está plenamente respaldada por un estilo de vida con énfasis en el
perfeccionamiento espiritual (estudio de la sabiduría universal, reflexión, oración,
meditación, auto evaluación del mejoramiento continuo como aspirante espiritual
o insipiente, puesta en práctica de las herramientas para dominar las pasiones,
etc.), en el cultivo de la paz y de las virtudes cardinales y teologales, en
una vida modesta y austera en lo material, en la disposición al sacrifico en
función de los demás, etc. Luego, un acto moralmente bueno, es aquel que se
encuentra sustentado en la Ley Eterna, y
en consecuencia, el hombre que vive gobernado por la Ley Eterna, se encuentra
perfectísimamente ordenado hacia un fin, que es utilizar su vida como medio
para evolucionar espiritualmente y en consecuencia, para aspirar a la Unión
Divina antes y después de su muerte. Y en este sentido, la Misión de la Fe Transcendental que ya hemos conocido a fondo en
todas las anteriores monografías, es un medio idóneo para cumplir cabalmente
con la Ley Eterna.